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¿Do you get it, Mr Joan Oró?

Cuando Joan Oró se fue a Estados Unidos para realizar estudios de doctorado hablaba un inglés muy limitado. Al parecer, uno de sus primeros profesores solía puntuar sus explicaciones preguntando a los estudiantes "¿you get it?" para confirmar si lo estaban entendiendo, pero Oró lo entendía tan poco que ni siquiera comprendía lo que significaba "you get it".

Durante su juventud, Oró había estudiado a fondo el alemán, que en esa época era la lengua dominante en la comunicación científica, pero cuando llegó el momento de estudiar en el extranjero, el foco de atracción intelectual se había desplazado al otro lado del Atlántico. Así que tuvo que aprender inglés rápidamente, de manera bastante autodidacta, tratando de compensar sus deficiencias lingüísticas con el profundo conocimiento que ya tenía de la jerga y la notación química.

Años más tarde, en las entrevistas que concedía durante sus frecuentes visitas a Cataluña, hablaba con un curioso acento que combinaba el catalán occidental con giros y construcciones propias del inglés americano de Houston. De hecho, la mente de Oró saltaba continuamente de un idioma a otro, como dejan claro sus cuadernos personales, donde anotaba con gran detalle y pulcritud los mil y un pensamientos que bullían en su cabeza constantemente.

Creo que esta amalgama de idiomas representa bien dos características fundamentales de Oró: por un lado, su capacidad para adaptarse a contextos diversos y a menudo complicados (Oró se movía con la misma naturalidad en el taller de una panadería en Lleida que entre un comité de expertos en la NASA); por otro lado, su firme determinación de que las fronteras humanas no obstaculizaran su apasionado viaje a través de los vastos territorios de la investigación científica. Su biografía profesional subraya una y otra vez su habilidad para combinar sinérgicamente estas dos facetas.

Oró llegó a Estados Unidos en plena Guerra Fría, una época en la que la ciencia y la tecnología se concebían prácticamente en términos bélicos de lucha por la hegemonía mundial. Proyectos como las misiones tripuladas a la Luna estaban mucho más impulsados por el deseo de ser el primero en plantar la bandera que por un interés genuino en el progreso del conocimiento humano. A pesar de ello, Oró supo adaptarse a este sombrío panorama con suficiente habilidad como para canalizar parte de los ingentes recursos disponibles para responder preguntas (¿de dónde venimos? ¿cómo comenzó la vida?) que no estaban en el epicentro de la competencia científica entre los bloques enfrentados.

Por otro lado, a pesar de haber ascendido con éxito a la élite de la ciencia estadounidense, Oró mantenía muy buenas relaciones con científicos al otro lado del telón de acero. Entre ellas destacaba especialmente la profunda amistad que lo unía a Alexander Oparin, fundador de los estudios sobre el origen de la vida y figura científica de primer orden en el mundo soviético. Hoy sabemos (y probablemente Oró ya sospechaba) que la frecuente correspondencia que mantenía con Oparin era monitoreada palabra por palabra por los servicios de inteligencia estadounidenses. No era común que científicos de su nivel mantuvieran este tipo de relaciones.

Todo esto parece demostrar que las prioridades de Oró no siempre coincidían plenamente con las del engranaje socio-político en el que estaba inmerso. Para él, estudiar el origen de la vida respondía a una necesidad casi existencial, no a una estrategia de dominación en el maquiavélico tablero del poder internacional.

Oró nunca criticó el aparato científico estadounidense ni la estructura socio-política que lo sostenía (más bien elogiaba con frecuencia su capacidad de estimular la innovación y la investigación). Pero su concepción de la ciencia reflejaba una visión mucho más humanista que la que sustentaba la enloquecida carrera tecnológica de la Guerra Fría. Creía firmemente que estudiar el origen de la vida podía llevar a cambios éticos profundos. Según su visión, demostrar que la vida no es más que la afortunada combinación de moléculas muy simples que se encuentran por todo el universo nos haría a todos más humildes, lo que solo podía tener consecuencias positivas. "Esto de las razas es un cuento, en el fondo somos todos hermanos", decía a menudo en sus entrevistas, abogando, como solía hacer, por una mayor solidaridad internacional.

Ya sea hablando en su catalán de Houston o en su inglés de Lleida, en sus conferencias Joan Oró siempre recordaba que la Tierra, vista desde el espacio, no es más que un planeta diminuto, frágilmente suspendido en medio de la inmensidad. Para él, las lecciones que esta imagen transmitía eran claras: la humanidad debía tomar conciencia de que los recursos de los que disponía eran limitados y que era necesario administrarlos de manera racional y cooperativa. De no hacerlo así, nuestro futuro sería bastante sombrío. Nunca lo escuché diciéndolo, pero no me cuesta imaginar que después de hacer estas afirmaciones levantara la vista hacia su audiencia y, con su sonrisa socarrona, les preguntara: "¿you get it?"