← Volver Publicado en

Larga vida a Juan Falú

Se ha dicho muchas veces que la muerte de una persona anciana es como el incendio de una biblioteca. Donde el conocimiento todavía vive dentro de cuerpos humanos, y no en complejas estructuras de algoritmos y silicio, las vidas continúan siendo un tesoro que, cuantos más años acumulan, más valor atesoran.

Este fin de semana tuve la fortuna de conocer a una de esas personas que alberga en su interior muchas bibliotecas de Alejandría. Es un músico argentino, que guarda en su voz y en sus manos mucho saber antiguo en forma de canciones. Su nombre es Juan Falú.

El lugar donde le conocí no pudo ser más idílico: nos encontramos en la Fundació La plana, un trozo de edén escondido en el municipio de Santa María d’Oló, a medio camino entre Vic y Manresa. Juan estaba ahí junto a Sílvia Pérez Cruz (otra biblioteca andante), para ofrecer el concierto final de una gira que les ha llevado por muchos grandes teatros, desde Galicia hasta Cataluña.

Antes de que actuaran mantuvimos lo que en Argentina llaman un conversatorio, con las activistas Vanesa Freixa y Marina Vancells, además de con Juan y Silvia. Hablamos de muchas cosas, pero había una a la que regresábamos siempre: las formas múltiples e inesperadas en que se transmiten las emociones y el conocimiento. No solemos ser conscientes de la cantidad de saberes, valores y visiones del mundo que se acumulan, apelotonadas, en todo aquello que nos rodea. Pero esas cuatro personas, cada una a su manera, habían aprendido a escuchar esa memoria para fabricar con ella bellos pedazos de futuro. El conjunto de sus experiencias parecían estar de acuerdo en que para crear algo que valga la pena, conviene empezar desde la raíz.

Juan Falú conoce a fondo sus raíces, y además sabe activar su fuerza y compartirla con todo aquel que quiera escucharle. Nos contó con algo de espanto la época en que creó el primer programa de folklore argentino que iba a enseñarse en un conservatorio. Su gran miedo al hacerlo era convertir una cosa viva en una rareza académica, despojada de su chispa esencial. No creo que en sus clases esto sucediera nunca. Durante el fin de semana tomó la guitarra muchas veces y tuve oportunidad de observar como los que estaban cerca (a menudo personas que podrían ser sus nietos) se ponían a escucharle con un grado de atención que, en nuestro mundo de distracciones, supuestamente ya nadie puede alcanzar.

Después del conversatorio no murió ningún anciano ni ardió ninguna biblioteca, pero Juan y Silvia provocaron un incendio de emociones que ninguno de los que estábamos allí olvidaremos jamás. Sentados alrededor de una mesa, con dos copas y una jarra de vino, y rodeados de trescientas personas que latíamos como una sola, repasaron un amplio repertorio de chacareras, vidalas, zambas y chamamés, algunas de las cuales tenían más años que Silvia y Juan juntos.

Dudo que pueda demostrarse con más elocuencia la fuerza de las canciones para transmitir intensamente un conocimiento y una emoción que vienen de lejos. Pero de todas formas, por si quedaba alguna duda sobre como funciona esto de la transmisión, antes del último tema Silvia contó una pequeña historia. La canción que iban a tocar, explicó, era una de las que ella solía cantar con su padre. Después de su muerte, añadió, tuvo que pasar mucho tiempo para que pudiera volver a hacerlo. Juan la escuchó desde la juventud de sus más de siete décadas, mientras tomaba un sorbo de vino. Luego, sonriendo igual que lo habría hecho Buda si alguna vez hubiera estado de madrugada en una taberna de Buenos Aires, respondió tranquilamente: “si algún día yo me muero, vos seguí cantando esta canción”.

No te mueras nunca, Juan Falú. Porque hoy necesitamos, más que nunca, bibliotecas como vos.