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Empacho universal

Originalmente publicado en La Vanguardia el 14 de Marzo de 2023

No me entusiasma que se coman palomitas en el cine. Aun así, el día que fui a ver Todo a la vez en todas partes las circunstancias me llevaron a comprar uno de esos barreños llenos de maíz que bastarían para alimentar a toda la platea durante un par de días. Tras la ingesta, salí del cine pensando que había una correspondencia de escala entre la película y la ración palomitera: las dos eran igual de excesivas en relación a la capacidad digestiva un ser humano.

De regreso a casa, mientras trataba de dar sentido a lo que había visto, pensé en un profesor de guión que tuve años atrás. La principal enseñanza que trataba de inculcarnos era que debíamos explorar en toda su profundidad la dimensión dramática de nuestras premisas narrativas. Estaba harto de ver como sus estudiantes partían de buenas ideas que luego desaprovechaban, por incapacidad o temor a extraer de ellas todo su potencial. En lugar de eso, sobrecargaban el guión con nuevos personajes, giros y sorpresas, víctimas de un horror vacui cinematográfico que, paradójicamente, conduce al vaciado emocional de las películas. No pude evitar sonreírme, imaginando lo que habría pensado ante los estallidos lisérgicos de los Daniels.

A la estela de mi profesor, me resistía a creer que Todo a la vez en todas partes fuera a ganar también el Óscar al mejor guión original. Confiaba más en las opciones de Tár o de Almas en pena de Inisherin, que, cada una con sus imperfecciones, explotan de manera mucho más productiva sus reconcentrados núcleos argumentales. A Martin Macdonagh, por ejemplo, le bastan Collin Farrell, Brendan Gleeson y unas cuantas pintas de cerveza negra para trazar una bonita fábula sobre lo mal que se lleva la ambición con la amistad. En Tar, un ligerísimo chirrido dentro de un coche de alta gama genera más tensión de la que los Daniels logran con todo su ejército de luchadores multivérsicos.

Llenar una película con miles de saltos entre una infinidad de universos posibles no implica necesariamente cargarla de emoción y significado, pero el minimalismo y la sobriedad no están de moda en Hollywood. El ninguneo de Los Fabelmans, quizás la obra más comedida de Steven Spielberg, da buena prueba de ello.

Puestos a premiar una película sobrecargada y con mucha sal gorda los académicos podrían haber optado por El triángulo de la tristeza, una cinta que, sin ser la mejor de Ruben Östlund, ofrece algunas viñetas reveladoras sobre el mundo en que vivimos. La cena del capitán (seguramente una de las secuencias con más vómitos de la historia del cine) ilustra bien lo que nos puede suceder a todos si seguimos atiborrándonos con palomitas king size y delirios multivérsicos de dos horas y media.